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A 80 años del final de Hitler, el monstruo que aterró al mundo

Había tenido al mundo en un puño. Y hace 80 años, el 30 de abril de 1945, al final de su demencial cruzada de odio y muerte, ese puño le había servido sólo para sostener y jalar el gatillo de su pistola Walther 7,65 milímetros, que haría estallar su sien derecha en pedazos. En su bunker de Berlín, diseñado para proteger la impunidad criminal de la cruzada nacionalsocialista, se consumaba la escena del derrumbe para alivio de la Humanidad.

El profesor británico Ian Kershaw, autor de varios libros sobre la Alemania nazi unificados en una monumental obra de 1225 páginas (“Hitler, la biografía definitiva”) es uno de los más reconocidos estudiosos del tema. Ese volumen ha sido utilizado como fuente principal para reescribir las jornadas agónicas del nazismo y su sacerdote supremo. Se trata de un rastreo imprescindible para comprender la personalidad y los hechos repulsivos de un hombre que brindó cada noche con la maldad hasta embriagarse en el tiempo del ocaso con sus propios equívocos militares.

Atormentado, además, por la sospecha paranoica sobre traidores del círculo íntimo y presuntas vilezas y delaciones de sus altos mandos, dejó suficientes evidencias sobre los explosivos desasosiegos de su temperamento colérico: una suma de presiones insostenible que lo habría llevado al suicidio para bajar el telón de lo que cualquier imaginario colectivo hubiese asociado a la encarnación misma del Mal en la Tierra.

Y no sólo eso: el libro ayuda a descifrar el mundo de entonces, que acompañó, o miró para otro lado, ante la escalada de su vertiginoso ascenso al poder y la gloria obscenas. En particular, la investigación alude a los comportamientos de varias de las más importantes naciones con altos grados de desarrollo, cultura y civilización, dirigidas por elites políticas sumisas, despreocupadas y hasta frívolas, danzando alrededor de los caprichos y berrinches escénicos de una personalidad enfermiza.

Adolf Hitler con Eva Braun en el Berghof, la residencia del Führer en los Alpes Bávaros.Adolf Hitler con Eva Braun en el Berghof, la residencia del Führer en los Alpes Bávaros.

Esos líderes de Occidente tuvieron un error de cálculo trágico: creyeron que la borrachera política de ese hombre físicamente pequeño, de una figura baladí, inapreciable si se lo despojaba del poder que conseguiría en pocos años, no podría ir más allá de la de por sí oprobiosa persecución de las minorías étnicas. De las consecuencias se enterarían tiempo después, aunque conocieran las primeras decisiones políticas, decretos y papers confidenciales, que precedieron a la ejecución y los métodos de aquel espanto racial. Todos esos jefes de Estado, de un modo u otro, le habían dado al déspota “licencia para la barbarie”, al decir de Kershaw

Desde el 15 de abril, en que ordenó poner llave a su bunker rodeado de unos pocos fieles, Hitler estaba preso de su destino, estragado por la melancolía otoñal de su poder perdido. “Había un ambiente de catástrofe en el búnker -escribió Kershaw- que sólo aliviaban las abundantes provisiones del alcohol y comida procedentes de las despensas de la Cancillería del Reich…Los ánimos estaban por los suelos. Todo el mundo tenía la desesperación escrita en la cara. Todos sabían que era cuestión de horas para que Hitler se suicidara y se preguntaban qué les depararía el futuro tras su muerte. Se habló mucho de los mejores métodos para suicidarse. Para entonces ya habían entregado a secretarias, ayudantes y a cualquiera que las quisiera, las ampollas metálicas que contenían cianuro y que suministraba el doctor Ludwing Stumpfegger. el cirujano de las SS, quien se había incorporado a la corte en el octubre anterior.”

Las SS fueron una organización de las Schutzsfell, un escuadrón sanguinario a cargo del jerarca Heinrich Himmel, cuya función era la protección no sólo del Fuhrer, sino de la elite racial que garantizaría el futuro nazi de toda contaminación genética consideraba impura.

En aquella atmósfera tóxica, Hitler desconfiaba hasta de la eficacia de la pastilla y ordenó que se la dieran a Blondi, su pastor alemán, por el que sentía una devoción parecida al amor entre las personas. El 29 de abril varios colaboradores cercanos le abrieron la boca al animal y explotaron la cápsula en su paladar: el perro se desplomó en un instante y quedó inmóvil en el suelo. Hitler no quiso presenciar la escena. Estaba en la habitación de al lado. Cuenta Kershaw que, al regresar, “… miró durante unos segundos al perro muerto y después, con el rostro como una máscara, se marchó sin decir una palabra…” Ya sabía cómo moriría y podría evitar la peor de las pesadillas: que las tropas de Stalin, su alter ego y fiel espejo en matanzas colectivas, lo exhibieran ante el mundo, humillado y vencido.

Las letanías del Fuhrer en aquellas horas infaustas eran recurrentes y llamaban al hartazgo: las torpezas y deslealtades de sus mariscales de campo retumbaban en los oídos de un séquito ya desmoralizado y consciente de que el desplome estaba muy próximo. Apenas a 500 metros de distancia las huestes soviéticas aceleraban su ofensiva que transformaba en polvo los edificios, arrasaba las barricadas y todo esfuerzo por defender las últimas líneas del combate de Berlín. Estaban a tiro ya de la guarida del monstruo. Y eso garantizaría que las primeras versiones sobre la captura serían brindadas al mundo por Iósef Stalin, el dictador sobreviviente.

En virtud de los acuerdos celebrados en Yalta del 4 al 11 de febrero de 1945 entre Churchill, Roosevelt, y el propio Stalin, ya se había decidido dividir a Alemania en cuatro regiones, desnazificar el país y castigar a los criminales de guerra. Y el bunker de Hitler estaba en la jurisdicción asignada al sovietismo stalinista. Finalmente, cuando los primeros ejércitos aliados occidentales (norteamericanos, ingleses y franceses) pudieron entrar a Berlín y acercarse a la cueva mayor del nazismo, muchas de las pruebas del fallecimiento de Hitler ya habían sido retiradas por el Ejército Rojo y enviadas al Kremlin para su análisis y archivo.

Más aún: en el prematuro comienzo de la posguerra Stalin pondría en marcha la “Operación Mito”, consistente en difundir a través de la prensa cautiva de Moscú el rumor de que Hitler había logrado escapar junto a su esposa, Eva Braun, y algunos lugartenientes. Eso daría pie a la efímera versión de que el dictador nazi se encontraba instalado junto a su mujer en una zona de Berlín bajo dominio británico. Apenas una hipótesis para distorsionar la historia y dejar en el olvido antiguos acuerdos estratégicos sellados casi al iniciar la guerra entre los padres de los más sanguinarios totalitarismos del siglo XX.

En función de eso, los servicios secretos británicos encargarían al historiador Hugh Trevor-Roper, un aristócrata con pasión por la historia, graduado en Oxford, un rastreo a fondo sobre los últimos movimientos de Hitler. Con los datos surgidos de su tarea y los testimonios de siete interrogados, entre quienes estaban tres miembros de las SS dedicados al cuidado personal del jefe nazi, y a otras investigaciones posteriores, se pudieron encontrar en los jardines de la Cancillería, a pocos metros del refugio póstumo, los siguientes elementos probatorios:

1) Los restos calcinados de Hitler y de Eva Braun, localizados dentro de dos cajas de municiones. El cuerpo del dictador sería reconocido en mayo de 1945 por Harry Mengershausen, guardián del bunker, según una investigación publicada por National Geographic.

2) La misma fuente cita la aparición de un fragmento de cráneo con un orificio de bala, restos estallados de los maxilares y una prótesis dental, que demostrarían el disparo suicida. Todas esas piezas serían identificadas en pericias posteriores como pertenecientes al fundador del nazismo.

3) Parte del testamento de Hitler, en el que consta que, pocos días antes de morir, había manifestado en rueda de íntimos sus deseos de suicidarse junto a Eva Braun, sabedor ya de que la guerra estaba perdida.

4) Los restos de sangre hallados en el apoya brazos del sofá donde el Fuhrer se pegaría el disparo que sepultaría sus delirios de grandeza y su breve paso por la vida, a los 56 años, envejecido y con un Parkinson avanzado, situación que según algunas especulaciones de los historiadores dificultaba sus procesos cognitivos.

Jesse Owens y Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936.Jesse Owens y Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936.

Allí se concentraba el área de los servicios y el personal auxiliar, sanitario y administrativo. Por debajo (a 9 metros de profundidad) se alojaba el Fuhrerbunker, terminado en 1943, después de la campaña fallida en las heladas estepas soviéticas y cuando se esperaba el desembarco de la infantería aliada por algún lugar de la costa francesa. Allí estaban las dependencias de Hitler y Eva Braun, controladas por sus guardias y un servicio personal.

El 30 de abril de 1945, antes de suicidarse junto con su esposa Eva Braun, Hitler nombró canciller de Alemania Joseph Goebbels.El 30 de abril de 1945, antes de suicidarse junto con su esposa Eva Braun, Hitler nombró canciller de Alemania Joseph Goebbels.

Sería en el bunker de Berlín donde la mayor parte del círculo cercano aguardaría la hecatombe. Entre esos elegidos también estaba, junto a su familia, la voz y la palabra del régimen, Joseph Goebbels, perturbador agente propagandístico, creador de la narrativa nazi, que Hitler expresaría a través de una retórica encendida y vibrante para exaltar el primitivismo de las masas. El ministro de vuelo místico, fatigado profeta destino de su jefe, sería visto en el libro “Goebbles” de Viktor Reymann, como alguien “que aceptaba que todo pudiera ser condenado y estar destinado a desaparecer, a excepción de su mito de Hitler, porque sólo a través de él podría seguir viviendo Goebbles”.

El Fuhrer se permitiría una última aparición pública, una foto y una filmación en una breve ceremonia en la cual entregaría la Cruz de Hierro a varios integrantes de las Juventudes Hitlerianas, a quienes palmearía con afecto. Eran sólo adolescentes y chicos ante el espanto de la guerra, con la muerte al acecho. El antiguo líder, prepotente y exasperado, parecía un abuelito enfermo a la espera de que el sufrimiento terminara de una vez por todas. Luego, con Göring, Himmler, Ribbentrop, Goebbels y Speer, entre otros, Hitler volvería al bunker, se pondría a resguardo de las bombas y todos harían una austera celebración: era el 20 de abril, cumpleaños 56 del impiadoso cacique del resurgimiento alemán.

Goebbels, ministro de la Ilustración Pública y Propaganda del Reich, estaba acompañado por esposa, Magda, y sus seis hijos, de entre 5 y 13 años: Helga, Holdine, Heidrun, Helmuith, Hidegard y Hedwigh. Todos sus nombres comenzaban con H de Hitler. Y uno sólo era varón, casualidad leída en el entorno enfermizo del jefe nazi como una señal mesiánica de simbólica continuidad. El matrimonio Goebbels les daría las pastillas de cianuro a sus seis criaturas. Luego se suicidarían ellos, en un diabólico pacto. Mataron a sus propios hijos como tributo de gratitud a su jefe político.

Una señal más de que el mayor imperio del mal jamás conocido vivía en aquel abril de 1945 sus horas agónicas, en un clima palaciego de descomposición política y moral. Absorto, el mundo comprendería, demasiado tarde, los costos de su inacción inicial ante los pasos de la Alemania bajo tutela del nacionalsocialismo, y el consiguiente avance de la maquinaria bélica nazi, rearmada, con sed de venganza y animada por un repugnante antisemitismo.

Las cifras, no por conocidas, dejan de estremecer y de avergonzar: alrededor de entre 60 y 70 millones de personas muertas en operaciones y combates militares de la Segunda Guerra, más de 10 millones de judíos (claramente mayoría de los ejecutados), gitanos y otras minorías étnicas, junto a discapacitados y homosexuales asesinados en las cámaras de gas y en los campos de tormento. Una Humanidad perpleja y doliente sólo conocería la tragedia universal en su real magnitud, una vez que el Holocausto estalló ante sus ojos.

El ascenso al poder

Hitler venía batiendo tambores de guerra desde su ascenso al poder en 1933, en una Alemania todavía herida y deshonrada por su derrota en la primera gran conflagración, con amputaciones territoriales, exacciones de riqueza y sanciones militares, entre otras restricciones impuestas en el Tratado de Versalles por las potencias vencedoras, Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos. Las consecuencias, entre otras, fueron la hiperinflación de 1923, que llevaría a la mayor parte de su población a la miseria y la desesperanza.

Hitler llegó al poder en 1933 resucitando el viejo carácter de las gestas imperiales de Alemania.Hitler llegó al poder en 1933 resucitando el viejo carácter de las gestas imperiales de Alemania.

Hasta que un vulgar cabo nacido en tierras de la Alta Austria, parte del Imperio Austrohúngaro, con un pasado doloroso de abusos y maltrato infantil por un padre alcohólico, violento y autoritario, encendió un discurso guerrero y reivindicatorio, que resucitaba el viejo carácter teutón de las grandes gestas imperiales. Se abrirían las puertas de un resurgimiento mítico: el de Alemania como factor de la patria pangermánica, unificada desde la lengua y la cultura, mientras seguía alimentando el rearme bélico. Todo aquel que hablara alemán debería ser alemán para restituir el alma de una nación adormecida. Hitler era el hombre del destino, el gran vengador del sueño germánico.

Sufriría cárcel por sus prédicas políticas extremas, y en la celda escribiría “Mi Lucha”, la biblia política del Nacionalsocialismo Obrero Alemán. Y al poco tiempo se convertiría en el amo y señor de las grandes causas pendientes de un pueblo en llamas y encolerizado. El jefe absoluto (o Fuhrer): un imán de multitudes. El 12 de marzo de 1938 se fusionaría con Austria bajo la figura del Anschluss (Anexión), que transformaba la tierra austríaca en una virtual provincia de la Alemania nazi.

El 29 y 30 de septiembre del mismo año, en la llamada Conferencia de Munich, celebrada por los gobiernos de Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia, se decidió que Checoeslovaquia (en ausencia) debería aceptar la cesión a la Alemania nazi de la región de los Sudetes (Bohemia, Moravia y Silesia oriental, todas de habla alemana, y antes dominios del antiguo imperio austro húngaro). Neville Chamberlain, primer ministro británico, declaró al regresar a Londres: “Les traigo la paz para una generación”. Winston Churchill, sanguíneo y ácido opositor a Hitler, porque vio en él lo que muy pocos veían entonces, dejo caer una visionaria ironía: “El gobierno de Su Majestad debía elegir entre la vergüenza y la guerra. Ha escogido la vergüenza y tendrá la guerra.”

Seis meses más tarde, el 14 de marzo de 1939, Hitler violaba el acuerdo de Munich y tras cruzar los Sudetes pondría todo el territorio checoslovaco bajo su mando. No le resultó suficiente. El broche de oro del expansionismo nazi sería el pacto con Stalin, suscripto por sus cancilleres y recordado en la historia por sus apellidos: el Pacto Molotov-Ribbentrop, firmado el 23 de agosto de 1939, establecía la no agresión entre la Alemania nazi y la Unión Soviética de Stalin. Todo lo que Hitler necesitaba: paz en el Este europeo para arrasar el Oeste. El Fuhrer mostró los dientes enseguida. El 1° de septiembre de 1939 invadiría Polonia, y desataría formalmente la Segunda Guerra Mundial.

El pacto de no agresión entre Alemania y la URSS sólo duraría 22 meses, hasta el 22 de junio de 1941, cuando Hitler pondría en marcha la “Operación Barbarroja”, suicida invasión a Rusia, que pulverizaba la tregua de 1938, ampliaba los alcances de la conflagración y en sólo seis meses terminaría en el apocalipsis definitivo para los ejércitos del Tercer Reich. Aquella aventura en las heladas tierras del Padrecito Stalin sería fatal pata Hitler. Siete años después de declarada su guerra “al mundo no alemán”, el Ejército nazi, en desbandada, retrocedía sin rumbo. El último refugio era el bunker. Los Aliados ya habían desembarcado en Normandía en 1944 y el gigante de América había escuchado por fin las profecías de Churchill. Estados Unidos empezaría a cambiar el mapa bélico con su peso decisivo.

Josef Stalin, el dictador soviético que primero fue aliado de Hitler y luego lo derrotó al impedir la llegada del ejército nazi a Rusia. Josef Stalin, el dictador soviético que primero fue aliado de Hitler y luego lo derrotó al impedir la llegada del ejército nazi a Rusia.

Hitler y Stalin ya no estaban del mismo lado, pero seguían pareciéndose bastante. El investigador británico Richard Overy, profesor de la Universidad de Exeter, estudioso de los fenómenos del nazismo, buceaba en las causas que habían alimentado esos liderazgos malignos. En su libro “Dictadores” / la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin”, argumentó cierto parentesco en los procesos que encumbraron a los más grandes depredadores de la condición humana de toda la historia: “Las dictaduras no las edificó y dirigió un solo hombre por ilimitada que fuera la base teórica de su poder. El reconocimiento de que las dictaduras florecieran gracias a una amplia complicidad, alimentada por motivos diversos que iban del idealismo al miedo, hace que su durabilidad y los horrores que ambos sean más fáciles de comprender. Ambas dictaduras eran regímenes con amplio respaldo popular, así como persecución deliberada. Eran sistemas que, en un período extraordinariamente corto, transformaron los valores y las aspiraciones sociales de los pueblos.”

Esa mirada bien podría explicar el hecho de que ambos jefes, el nazi y el soviético, no fueron sino la coronación humana de procesos totalitarios gestados en el pasado de ambos pueblos, la Alemania imperial devastada en la Primera Guerra y las atrocidades de la Rusia zarista, motores ambos de rebeldías nacionalistas exasperadas.

Aquella tragedia mesiánica y despiadada, en verdad, había comenzado el 27 de febrero de 1933, con el incendio del Reichstag, donde funcionaba el parlamento del presidente Paul von Hinderburg, a quien Hitler, canciller de Alemania desde el 30 de enero de ese año, urgiera para la firma de un decreto de emergencia bajo el o propósito de conculcar las libertades civiles con el presunto objetivo de contener el avance bolchevique. Son muchos los rastreadores de la historia que consideran la quema del Reichstag, adjudicado a un obrero holandés afiliado al comunismo alemán, como el mojón cero del Tercer Reich: el comienzo real del nazismo.

En abril de 1945, el “héroe equivocado” de millones de alemanes apagaba con un balazo suicida sus delirios de grandeza. Kiershaw contaría la última escena de esta historia: “Hitler y Eva Braun estaban sentados uno al lado del otro, en el pequeño sofá del estrecho estudio. Eva Braun estaba desplomada a la izquierda de Hitler. De su cuerpo emanaba un fuerte olor a almendras amargas. Característico del cianuro. La cabeza de Hitler caía inerte y del orificio de bala en su sien derecha goteaba sangre.”

Así se despedía de la vida el hombre causante de millones de muertes anónimas, como un estratega y un jefe fracasado. Había decidido morir por voluntad propia. Le faltó valentía para enfrentar las consecuencias de ideales y convicciones abyectos. Quizá algo parecido a la cobardía. Sin embargo, de alguna manera, a los 56 años, envejecido y enfermo, se iría con una parte de su misión cumplida. La semilla del mal estaba plantada.


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